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domingo, 22 de mayo de 2016

PROXIMA 27 - INVIERNO (Niñez y Adolescencia) / septiembre 2015



En la novela El fin de la infancia, Arthur Clarke cuenta la llegada de extraterrestres como podría contarse la llegada del innegable futuro. Estos extraterrestres no plantean una invasión violenta, sino acompañarnos, prepararnos para el momento próximo en que la humanidad dará su salto evolutivo. Obviamente no estamos en posición de negarnos y hay mucho que no nos dicen, pero prometen responder a nuestros interrogantes cuando estemos listos para las respuestas. Y, como suele suceder con todo conocimiento fundamental, cuando llega finalmente ese momento, cuando nos golpea la fría luz de la comprensión, no hay modo de volver atrás. No hay manera en la que la mariposa pueda volver a meterse en el capullo.
En las últimas décadas, la niñez vio redefinida su importancia a partir de que los chicos se volvieron consumidores, compradores directos o indirectos; sin embargo, la gran fascinación de nuestra cultura es con la adolescencia, o por lo menos con algunos de sus aspectos. Tal vez sea por razones semejantes (es más fácil venderles cosas a personas inseguras e irresponsables), pero sin duda hay un deseo de eterna vitalidad, de jovial inocencia, de nunca dejar ir la lúdica e intoxicante sensación de que todo es posible, de que todos los caminos están abiertos.
Desgraciadamente, para que todos los caminos permanezcan abiertos es necesario no tomar ninguno; la potencialidad infinita es también la absoluta falta de concreción. Vivimos en una cultura que cría adolescentes eternos, que permanecen suspendidos en el limbo de la autocomplacencia y parecen nunca estar lo bastante maduros para dar el siguiente paso. Una cultura que rechaza el conocimiento de lo que no quiere ver, de lo que le demandaría salir de ese estado, incluso cuando la golpea en la cara. Lo ignora o lo frivoliza ¾que es su forma de asimilarlo quitándole entidad¾, y sigue con lo que estaba.  
En estos días da vueltas al mundo la foto de un chico sirio ahogado mientras trataba de huir de la guerra junto a su familia, lo mismo que otros miles y miles de desplazados. Seguramente no es el primero y ojalá me equivoque, pero no creo que sea el último. Sin embargo, la opinión pública parece indignada, sacudida en lo más profundo. No importa que estemos rodeados de tragedias, que hace poco dos nenes murieran quemados en un taller clandestino de costura, también inmigrantes ilegales, acá nomás, en Ciudad de Buenos Aires, que tantos otros mueran de desnutrición, por el paco o, como Kevin, por alguna bala perdida. Parece que vieran el horror por primera vez. Pero eso no importa si lo ven de verdad, si de verdad somos capaces de entender esa pérdida, todas las pérdidas, como algo inaceptable.
Quizás sea, ojalá sea, lo que le hacía falta a nuestra sociedad para salir de su letargo adolescente; la comprensión de que vivimos en un mundo en el que pasan cosas terribles y sobre las que tenemos que tomar acción. Sólo el tiempo dirá si se trata de un verdadero despertar, o de otra falsa alarma.
Laura Ponce

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